Actualizado hace: 930 días 18 horas 51 minutos
El gas que destruyó vidas

Cuando Marina Quijije tocó el brazo de uno de los heridos para despertarlo, un pedazo de piel quedó entre sus dedos.

Domingo 21 Mayo 2017 | 04:00

Estaba sola en el área de cuidados intensivos del hospital Rafael Rodríguez Zambrano.  Había ocurrido una fuga de amoniaco en el barco Andrea F. y ella fue la única familiar que pudo ingresar al lugar. Llegó en busca de su esposo y una enfermera le dijo que se quedara allí y no dejara que ninguno de los heridos durmiera. Si lo hacían podrían morir.Había un poco más de 20 obreros acostados en camillas, sentados en sillas o apostados en las esquinas de sala. Era un cuadro de terror, recuerda.   

Ellos tenían la piel enrojecida, como si los hubieran quemado con un soplete; los ojos desorbitados y el rostro hinchado, tanto, que no podía diferenciarlos. 
A uno de ellos, el que se estaba durmiendo, fue al que  Marina le agitó el brazo, dejando en sus dedos pedazos de piel. 
Otro, que parecía agonizar, tenía la boca abierta, como un pescado fuera del agua. 
Un ronroneo extraño salía de su garganta.  Intentaba hablar. 
Tenía los ojos en blanco,  “revirados”. Aquel hombre balbuceó el nombre de Marina, aquel hombre era su esposo.
El inicio de una pesadilla. El 5 de Junio es un barrio de vías de cemento y callejones amplios. Está ubicado en Manta, a un lado del río que lleva el mismo nombre. Es conocido por el colegio que también se llama 5 de Junio y porque en los callejones viven decenas de estibadores, uno de ellos es el esposo de Marina. 
Estos obreros laboran en la descarga de los productos que llegan al puerto, especialmente pescado. 
El 19 de noviembre del 2008, 35 estibadores, de ese y otros barrios, fueron llamados para trabajar en el barco Andrea F. 
Ese día a las dos de la tarde ocurrió una fuga de amoniaco y cinco de los obreros fallecieron al instante, otros tres tuvieron una muerte lenta, cruel, dicen sus familiares. 
Los sobrevivientes, al menos 25, siguen sufriendo  secuelas: ardor en los ojos, ceguera, dolor en los pulmones y dificultades para caminar o respirar. 20 continúan en un juicio contra la empresa que contrató el barco y nueve años después aún esperan una indemnización, aunque a veces la muerte les llega primero.
Ibar murió lentamente.  Sentada en un viejo mueble, a unos tres metros de una mesa donde velan la foto de su hijo, María Elena Ostaiza cuenta que Ibar se fue secando como una pasa. 
Caminaba despacio, a veces no podía respirar, tosía y se quejaba de una carraspera que no lo dejaba dormir. Finalmente murió hace dos semanas. “Quedó muy mal luego de la fuga de amoniaco, yo creo que siempre supo que iba a morir.  Él recibió una imdemnización, 20 o 30 mil dólares más o menos, compró un terreno y construyó una casa para su familia, el resto del dinero no le alcanzó para curarse”, expresa.  
Delgada, de piel canela y ojos pequeños, de 55  años, intenta reprimir el llanto que se le viene cuando recuerda lo que tuvo que pasar su hijo. 
“Los últimos meses estuvo   conectado a un tanque de oxígeno, con una máquina que servía para sacarle  la flema de los pulmones. Fue una muerte cruel, como si algo lo absorbiera  por dentro”, señala. 
Ibar sabía que estaba grave, pero siempre pensó que debía vivir, dice su hermano Jorge Pinargotte. 
Había algo que lo motivaba y eso era el sacrificio de  Miguel, su otro hermano.  
Ambos trabajaban en el barco Andrea F. cuando ocurrió la fuga de amoniaco.
Ibar no pudo salir. Miguel, quien ya estaba afuera, se dio cuenta de aquello y regresó a la bodega, lo tomó en brazos y empujó su cuerpo por la escotilla, luego se desmayó y no volvió a reaccionar. 
Lo llevaron  al hospital porque todavía tenía vida. Los médicos dijeron que su caso era grave. Tenía el hígado y las vías respiratorias destruidas. 23 días después Miguel Pinargotte murió en una clínica privada. Nueve años después Ibar le siguió el camino. 
El hielo en la cabeza.  “Te ha pasado que comes algo helado, un batido por ejemplo, y sientes que el frío se te sube a la cabeza y te congela el cerebro, así se siente el amoniaco cuando lo respiras”, dice Alfredo Bailón, sobreviviente de una fuga de amoniaco ocurrida en el 2014 en el barco Betty Elizabeth.
“Apenas el gas se suelta ves algo blanco en el aire, algo que huele como orina, luego sientes como si se congelaran tus pulmones porque te duelen, no puedes mover las piernas y después te quedas sin respiración y solo caes”, describe.
El amoniaco es el único refrigerante aprobado por normas internacionales para usarlo en la pesca y su industria.
Víctor Arboleda, especialista en sistemas de refrigeración,  dijo que el gas se convierte en letal cuando escapa del sistema donde está almacenado. “Se podría decir entonces que el problema en sí son las tuberías donde se las guarda, ya que nunca deben romperse”, señala.  
El amoniaco es más barato en comparación con el freón, otro gas, que tiene el mismo uso.
El kilo de amoniaco cuesta tres dólares,  mientras que el kilo del freón 10 dólares.
“La diferencia es que el freón no ha sido aprobado por normas internacionales debido a que no se percibe, a diferencia del amoniaco que tiene olor y aquello es como un aviso para correr”, indica. 
Alfredo Bailón intentó aquello, correr, cuando percibió el gas, pero al igual que otros casos donde han ocurrido fugas de amoniaco, se encontró con una salida angosta, donde varios obreros quedaron atascados.
Después de un gran esfuerzo Alfredo logró salir, pero lo que ha sido su vida desde entonces es lo que denomina el capítulo más difícil de su historia. “Los primeros tres días no podía comer, nada me pasaba por la garganta, sentía que me quemaba la espalda. “Ya han pasado tres años y no puedo caminar rápido o correr porque me ahogo. Lo peor de todo es que siempre estoy escupiendo flema, como si tuviera gripe, pero nunca la tengo, me entiende. Esta es como la huella del amoniaco, una flema que nunca se acaba”, señala. 
La gripe de la que habla Alfredo es conocida como la tos del fumador crónico, dice el doctor German Vélez. 
Explica que cuando el amoniaco ingresa a los pulmones daña las células de los bronquios, encargadas de expulsar la flema. Al ya no tenerlas, la mucosidad se acumula lo que origina una tos permanente, señala.
Germán Vélez es un médico que ha atendido a decenas de  afectados por fugas de amoniaco. Él dice que el estado de un paciente depende del tiempo de exposición al gas.
Los que logran salir rápido puedan tener síntomas leves: dolor a la garganta o carraspera. Los que estuvieron más expuestos, padecen enfermedades graves como edemas pulmonares, dolencia que dificulta la respiración, o problemas que requieren incluso de cuidados intensivos. “Hay personas que por una exposición considerada grave quedan ciegas, sin poder caminar, con parálisis, otros incluso llegan a tener problemas sexuales. Pueden tener una vida larga, pero mala”, señala.
Pero el amoniaco no solo está en las tuberías. También se halla en la sangre en estado de descomposición.
El médico dice que en el  caso de los barcos, hay pescado en las bodegas que pierde sangre y esta al descomponerse produce amoniaco. “Tengo entendido que los pescadores antes de bajar a la bodega introducen una paloma, si esta regresa significa que no hay gas, pero si no vuelve o cae quiere decir que no pueden ingresar porque hay amoniaco”, agrega.
Tres años tosiendo. Walter Vidal vive en una casa ubicada en el barrio La Pradera, en los límites de Manta y Montecristi. Camina con lentitud, habla despacio. Ha perdido el 40 por ciento de visión y tose cada 10 o 15 segundos.
Tiene 40 años y tiene el aparato respiratorio severamente afectado, daños en el sistema nervioso y en los ojos. 
Trabajó dos años como estibador y es uno de los afectados por la fuga de amoniaco ocurrida en el barco Betty Elizabeth.
Ahora es un hombre con la piel enrojecida, llagas en la garganta y pulmones funcionando en un 60 por ciento. Vive en la casa de Amarilis Palau, su hermana de madre.    
Allí, en medio de una sala, Walter intenta contar los detalles de su vida luego de la tragedia.
Lo primero que dice, antes de que la tos lo interrumpa, es que el amoniaco  lo separó de su familia. “Meses después de caer enfermo, mi matrimonio terminó, yo ya no era el mismo y ella tampoco, así que nos separamos”, expresa.
En aquel matrimonio Walter tiene cuatro hijos a los que intenta visitar de forma seguida. Aunque eso no depende de él, sino de que si ese día puede o no respirar bien.  
Él debe acudir a consulta tres veces al mes.  
“Creo que si vivo más tiempo, siempre estaré en un consultorio, esto no acaba nunca, nunca dejo de toser”, agrega.
Debido a los daños en su salud, Walter recibió una indemnización de 40 mil dólares. Con ese dinero compró un terreno y construyó una casa para sus hijos. El resto lo utiliza para curarse y en sus gastos diarios. Actualmente tramita su jubilación por discapacidad ante el Seguro Social.
El papeleo, asegura su hermana, se halla paralizado porque el edificio del Seguro Social en Portoviejo cayó  durante el terremoto del 16 de abril del año pasado y los documentos se perdieron 
Walter dice que anhela esa jubilación para ayudar a su hermana. Quiere agradecerle su ayuda.
Pide disculpas y empieza a toser nuevamente. Las venas se marcan en su frente debido al esfuerzo de sus pulmones. Lleva un pañuelo a su boca.
“A veces me sale sangre”, expresa mientras se suena la nariz
–“Le puedo preguntar algo”, indica.
-Claro.
-¿Usted cómo me ve, cree que pueda sobrevivir?    
Compartir en Facebook
Compartir en Twitter
  • ¿Qué te pareció la noticia?
  • Buena
  • Regular
  • Mala

Más noticias