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Las otras víctimas

La primera vez que Lourdes murió, acababa de cumplir cuatro años.

Domingo 30 Abril 2017 | 04:00

 No recuerda muchos detalles de aquello, solo que le dolía el cuerpo y de un momento cayó en un sueño profundo, sedante.

Por ese entonces la velaron dos días encima de una mesa de madera.
Su familia no tenía dinero para el ataúd y esperaban la ayuda de los vecinos para el sepelio.
Al segundo día, en la mañana, despertó sobresaltada. Como queriendo capturar el aire con la boca. En pocos segundos la sala de su casa, llena de vecinos y familiares, quedó vacía. 
Solo su madre se atrevió a tocarla y luego llevarla a un médico. En el hospital le dijeron que había sufrido catalepsia, una enfermedad que inmoviliza el cuerpo haciendo parecer que está muerto.
Pero su primera muerte, dice, no le dolió tanto como la segunda.
En la segunda muerte tenía 12 años. Vivía en una zona rural del cantón Santa Ana. Su padre, un hombre de campo, rudo y machista, estaba convencido de que las mujeres solo servían para cocinar, tener sexo y criar hijos.
A esa edad, a los 12, empezó a manosearla. 
Cuando su madre salía al mercado, él la llevaba al cuarto y tocaba sus partes íntimas. Lourdes no comprendía por qué lo hacía. De lo que sí estaba segura es que a los 12 la mató en vida.  
Marzo del 2017, mes de la mujer. En Manta, el salón municipal está lleno, 100 personas más o menos. Hay una charla de violencia intrafamiliar. 
Hay expositores, psicólogos, analistas. Hay testimonios, hay víctimas.
Lourdes es una de ellas y ha decidido guardarse la historia de sus dos muertes.
Le han pedido que dé su testimonio, pero solo ha  dicho: “Fui maltratada desde mi infancia. Mi padre le pegaba a mi madre, mi esposo me pegaba a mí y así anduve por la vida. Pero lo que les puedo decir es que he superado todo con la ayuda de Dios. Ahora soy cristiana y mi mundo es distinto. Todas podemos dejar de ser víctimas de la violencia”. 
El público aplaude, murmura. Al parecer esperaban más de Lourdes.
La moderadora le agradece, le dice que es valiente. Ella sonríe y vuelve a sentarse.
Le pregunto si puede concederme una entrevista. Dice que sí.  Sale del auditorio. 
Lourdes es una mujer de 1,60 metros. Lleva una falda que le llega hasta los tobillos. Piel canela, ojos cafés.  
“¿Se puso nerviosa verdad, por eso habló poco?”, pregunto.
“Así es, es que si contaba mi historia completa íbamos a terminar llorando todos”, responde.
Arraigado. La historia de Lourdes es un recorrido por el machismo enraizado en la sociedad. Aquel que luego se convierte en violencia y que en lo que va del año ha matado a 15 mujeres en el país.
Ita de Jervis es una psicóloga residente en Estados Unidos que atiende problemas de violencia intrafamiliar.
Ella señala que el problema de la violencia y el machismo está arraigado en los ecuatorianos. “Es como una costumbre que nos enseña los roles de cada uno.  Se crean estereotipos de que la mujer siempre debe estar en la casa y el hombre en el trabajo, que las muñecas son para las niñas y los balones para los niños”, expresa. 
Ita cree que el tema de la violencia a la mujer debe ser tomado como un asunto de salud pública y da sus razones.
“Hay  abuso sexual y se requiere un psicólogo y un ginecólogo. En casos de golpes se requiere de un traumatólogo o médico general. Todos esos costos los está asumiendo la víctima o buscan fundaciones que ayuden”, agrega.
Ita nació en Chone, pero lleva 20 años viviendo en Estados Unidos y trabajando en organismos estatales de ese país. Ella le da un giro al tema de la violencia y considera indispensable que se trabaje con los hombres.
“Hay que cambiarles la mentalidad”, dice, mientras lleva sus manos a la cabeza y frunce el ceño. “Debemos ir con charlas en escuelas, colegios, universidades y barrios. Tenemos que empezar por algo. Hay que empezar por los hombres. Estamos enseñándoles a las mujeres a defenderse, y si mejor les enseñamos a los hombres a no pegarles.  Es que todo esto inicia cuando el padre le dice a la hija que solo sirve a la cocina o cuando maltrata a su madre al frente de todos los hijos”, indica. 
Aquello le sucedió a Lourdes. Cuando cumplió 14 años entendió que su vida estaría marcada por el machismo y la violencia. 
Por esos años le dijo a su padre que dejara de tocarla y él le respondió que no y que si le contaba algo a su madre, las mataría a las dos.
Lourdes pensaba que nadie en la casa se había dado cuenta de lo que sucedía. Hasta que su madre, poco después de que ella cumpliera 15 años, le pidió que huyera con el primer hombre que le propusiera ser su “novio, marido o lo que sea”.
“Nunca olvidaré la cara de mi madre, lloraba mucho. Me pidió perdón y me dijo que sabía lo que pasaba. Solo que no decía nada porque mi papá le pegaba y tenía miedo de que al reclamar nos matara a las dos”, expresa.    
Y así ocurrió. Lourdes se casó a los 15 años con un muchacho que en ese entonces tenía 18. Ella pensó que su pesadilla había acabado, pero apenas empezaba.
Tres años después y ya con un hijo le dio la primera paliza.
“Me pegó con un cinturón, hacía que me arrodillara y siempre me sacaba en cara que él me había rescatado de mi padre. Yo no decía nada. Tenía miedo, porque cada vez que llegaba borracho se ponía violento”, señala. 
Las cosas siguieron igual por dos años más y luego Lourdes terminó separándose. Huyó de su casa con su hijo y no regresó jamás.
“Lo dejé y decidí empezar mi vida nuevamente. Llegué a Manta a trabajar, sola, con mi hijo. Años después conocí a otro hombre. Con él tenemos dos hijos y las cosas han cambiado, él no me grita, tampoco me pega”, menciona.
Lourdes sonríe al hablar de su actual relación. Dice que ama a su esposo. Que es el primer hombre bueno que conoce en su vida.
Suspira, deja salir un par de lágrimas.
“No crea que es tristeza, estas son de alegría”, asegura.    
Adentro, en el auditorio, los asistentes siguen con sus relatos. Hablan de denuncias, trámites y familias destruidas.
Lourdes dice que debe volver al auditorio, pero comenta que va a agregar algo a la charla. Se lo dirá al oído a uno de los expositores.
“Creo que también se debería hablar de perdón. Yo ya lo hice”, confiesa.  Es que 25 años después y a pesar de todo lo que le hizo, Lourdes cuida de su padre. A estas alturas, es un hombre anciano, ciego y golpeado por la diabetes. Que depende de ella hasta para comer.
Lourdes, la niña a la que mataron dos veces, asegura que logró perdonarlo.
“Es como empezar de nuevo”, indica. Es su resurrección. 
La muerte de una familia.  “Tus papás están muertos”, dijo su tía del otro lado de la línea. “Ven a la casa, están muertos, mijo. Tu papá la mató y se ahorcó”.  
Eran las seis de la tarde.  Esteban recuerda que no tuvo reacción. Algo, no sabe qué, se rompió dentro de su pecho. 
Encontró la noticia imposible. Había visto a sus padres en la mañana. Su padre salió  a trabajar y su madre quedó en casa, limpiando la sala. 
En ese instante, aún con el teléfono en la mano, recordó también la pelea que ambos tuvieron un día antes y que hablaron de separación. También le llegaron a la mente unas palabras a las que en ese momento les encontró sentido: “Te voy a matar, no me provoques, si me dejas te voy a matar y luego me mato yo”, había gritado su padre en la discusión. 
El muchacho salió corriendo de la universidad, tomó un taxi y 20 minutos después se hallaba en su casa, ubicada en los límites de Manta y Montecristi. 
Es una vivienda de una planta, con un pequeño patio delantero rodeado de una cerca de madera.
Afuera un grupo de policías había creado un perímetro con cintas de peligro.
Esteban llegó llorando y tres agentes lo detuvieron. 
“Señor, quién es usted, adónde va”, dijeron mientras lo agarraban de los brazos. 
“Déjame pasar, son mis padres, déjame pasar”, replicó.
Los agentes lo sostuvieron con fuerza.
“No puedes pasar, Criminalística está adentro trabajando y puedes alterar la escena del crimen. Espera un momento”, dijo uno de ellos. 
Esteban lloraba recostado en un poste de luz, a un lado del cerramiento del patio de su casa. Parecía tranquilo, pero en un instante, cuando los agentes de Criminalística cruzaron la puerta de la vivienda con sus trajes blancos, Esteban saltó la cerca y entró a la vivienda sin que ningún policía lo pudiera detener. 
Desde afuera, a través de una ventana, se lo veía abrazar el cuerpo de su madre. Le besaba las manos y luego, tras colocar su cabeza en la barriga empezó a gritar “Mamá, no mamá, por qué te mataron, por qué mamita”.
En ese momento, no tocó ni miró el cuerpo de su padre. Dice que no tenía por qué hacerlo. “Al final acababa de matar a mi mamá y eso jamás se lo voy a perdonar”, explica. 
Lucha difícil.  Andrea Capello lidera en Manta  el Departamento de Violencia Intrafamiliar (Devif). 
Ella señala que están aplicando métodos para evitar los femicidios, pero  es difícil determinar cuándo van a suceder.  
“Capacitamos a las mujeres en defensa personal, les pedimos que cambien de rutas, incluso les activamos un botón de pánico en el celular, en unos casos resulta, pero en otros no”, menciona. 
Melissa M. Un nombre, una letra que se supone es su apellido, una víctima de violencia. Ella  tenía activado este botón, pero fue asesinada en Manta en junio del año pasado. Además tenía una boleta de auxilio para evitar las agresiones de su expareja. Pero el asesino la encontró en la calle y le dio dos puñaladas. 
Así como ella más 600 mujeres tienen uno de estos documentos y están dentro de un programa que maneja el Devif. 
El botón de pánico es la activación en el celular de un número que, al ser presionado, envía una alerta a la UPC más cercana, para que la mujer reciba ayuda. 
La Policía dice que los agentes ya tienen una base de datos con nombres y direcciones,  por lo que enseguida acuden a la vivienda de la víctima.
El problema ocurre cuando están en la calle, ya que lo pueden presionar, pero el policía acude inmediatamente a la casa, no al sitio donde se hallan fuera de la vivienda. 
Esteban dice que no sabe  por qué su padre cometió el crimen. Tampoco quiere saberlo. Lo único que  sabe, y de lo que tiene certeza, es que la mató de una puñalada y luego se suicidó colgándose de una viga. 
Hace una pausa en su relato. Lleva su mano derecha al rostro y seca sus lágrimas. 
Dice estar confundido. 
“No quiero que me digan que me parezco a él. Es más, llevo su mismo  nombre y apellido, pero no lo quiero llevar. Por eso a todos mis amigos les pido que me llamen por mi segundo nombre, Esteban, el primero ni siquiera te lo voy a decir. Además, a mi familia tampoco le gusta que hable de esto”, refiere. 
Una tarde de agosto del 2016, horas después de que mataran a su madre, su teléfono empezó a sonar. Era una llamada insistente.
Esteban colgaba intentando no interrumpir la explicación que ese instante realizaba su profesor en la universidad.  
Activó modo silencio. Pero segundos después y agobiado por la duda, pidió autorización y salió de clases. Fue entonces cuando contestó el teléfono  y al otro  lado de la línea escuchó decir “Tus papás están muertos”. 
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