La cultura montuvia es dueña de muchas historias inspiradas en la mente y experiencia de los abuelos, que compartían con las familias reunidas.
En la actualidad varios investigadores se dedican a recopilar estos relatos con el fin de fortalecer la tradición oral del pueblo manabita.
Tras una investigación realizada en Portoviejo, el cuentista manabita Rubén Darío Montero, recopilador de la tradición oral, resalta la leyenda ‘La niña caramelo’:
Leyenda. El parque central de Portoviejo recogía todos los días sonrisas y lágrimas de los asiduos transeúntes que llegaban a él. Dentro de este cuadro está un ser que es motivo de este cuento.
Son las ocho de la mañana, el ambiente comercial y bancario de Portoviejo comienza a marchar; gente que viene y va, con caminar apresurado, apareciendo entre los postes de los edificios una niña con traje cortado y con zapatos desgastados, su piel sucia por el cansancio y el pelo maltratado; sus manitos agarran una funda de caramelo, funda abierta por un lado, mostrando el producto para ser vendido.
Con voz de niña anuncia que ella ha llegado; los caminantes gritan llamándola, a la niña caramelo para comprarle y ella con una sonrisa, cinco caramelos por 25 centavos son entregados.
Así es todos los días; en sus escasos años, como pasan las horas, pasan los sueños; sin casa, sin baño, sin una mirada de alguien amado; su almuerzo una migaja, su merienda unas cuantas lágrimas.
Son las once de la noche y la niña caramelo regresa a su casa; sabiendo que nadie la llama, que nadie la extraña; mira a su padre borracho, tendido en la cama de caña y un petate, con una botella vacía y un cigarrillo amarrado en la punta, como esperando una flama; su hermanita en el piso duerme, con sus brazos en forma de almohada, sin ninguna sábana que cubra su lánguida alma; la niña caramelo cogiendo unos harapos arropa a su hermana, luego avanza hasta la cocina de su casa, camina y viendo que no hay nada, se acuesta en el piso de caña; su madre no está en casa, faltan varias horas para que ella llegue borracha, a recoger los centavos de la venta de los caramelos, para seguir con su farra.
Ese es el cotidiano vivir de la niña que vende caramelos para endulzar la boca de la gente; para ella su vida es un llanto que lo guarda en su mente.
Es un nuevo amanecer; desde arriba del barrio Las Pulgas, territorio de los Awas, el que queda por el hospital, comienza la gente a bajar; el alboroto por ir a trabajar.
En un tanque de agua a medio llenar, la niña caramelo se lava la cara, no tiene necesidad de cambiarse de ropa, ya la trae puesta, es la misma de ayer y la que con ella duerme porque no hay otra que cambiar.
Caminando por la calle se planta en una panadería, -ya la conocen-; el panadero de entre los panes viejos, varados del día anterior, le regala dos.
A ella los panes le saben igual, sean o no frescos del día; camina y camina, hasta llegar al Centro Comercial y en una tienda va a fiar los caramelos y ponerse a trabajar.
Cierto día un canalla vestido con terno y corbata que por el parque todos los días pasaba, veinticinco centavos no le quería pagar, aduciendo que tenía un billete grande y no lo quería cambiar. Ese día, con sentimiento a la capilla de El Rosario entró para llorar. Entre lágrimas se puso a rezar, pidiéndole a Dios que ella así no quería vivir, que esta no era vida y que prefería morir.
Al poco rato se olvidó del llanto y se puso a trabajar, pero aunque se reía al vender sus caramelos, la gente contemplaba en su mirada una profunda tristeza. Así pasaba el tiempo, hasta que cierto día, cuando con un niño estaba jugando en la glorieta del parque central, su pequeño cuerpo se fue para atrás. La gente alarmada se quedó; un policía el frágil cuerpo de la niña al hospital llevó; los médicos comprobaron un cuadro de desnutrición, pero ¿a quién la receta entregar, si no había nadie que la vaya a comprar? Una enfermera al policía le pregunta si esa era la niña que en el parque vendiendo caramelos andaba, él así lo afirmaba.
Médicos y enfermeras haciendo un acto de caridad de sus bolsillos sacaron dinero para comprar la receta; el doctor de turno sugirió que se le hiciera unos exámenes a la pequeña niña, quien entre sus pequeñas y desnutridas manos todavía empuñaba la funda de caramelos. Sorprendidos se quedaron cuando el fatal diagnóstico a ellos le llegó: un cuadro de anemia aguda y para confirmar leucemia terminal.
¡Dios Mío! exclamó una enfermera, a quién puedo darle la noticia. Nadie conocía de quién era hija y ella no decía nada, simplemente callaba cuando le preguntaban ¿quiénes eran sus padres?
Cubriendo una noticia en el hospital estaba Ulbio Peñarrieta, fotógrafo del periódico de la ciudad; lo pusieron al tanto; el reportero con su profesionalismo y hombría de bien le tomó una foto a la niña.
Al otro día el Diario Manabita daba la noticia de la niña caramelo, como así la conocían.
Una visitadora social tomó el caso y se fue hasta la casa de la niña; contemplando a sus padres, un drogadicto y una mujer de la calle, de esas que por unos centavos complace en una pensión de mala muerte a cualquiera que le pague.
En el rincón de la casa, una tierna criaturita, semidesnuda y desnutrida, quizás en poco tiempo otra “niña caramelo”. Sin haber encontrado una solución, la visitadora social de allí se retiró.
La niña estuvo por más de un mes en el hospital; pero cierta noche, unos días antes de Navidad, la niña caramelo se escapó, fue la última vez que algunos caminantes del parque central, entre ellos Pablo y Leonardo, la vieron con una funda de caramelos vendiendo.
Al otro día cuando el amanecer llegaba a Portoviejo, con un terrible espectáculo se encontraron; en el centro del parque su pequeño cuerpo inerte en el suelo estaba; se había ido al cielo a endulzar a los ángeles que moran en el firmamento, donde el hambre no hace daño; allá está saltando y riendo como debe de ser la infancia de todo niño.