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Estoy llorando
Estoy llorando
Por: Jaime Enrique Vélez

Jueves 28 Abril 2016 | 04:00

Sábado 16 de abril. Estábamos juntos en familia. Con mi nieto Jean Paúl nos repartimos la merienda. 19h59, la tierra comienza a temblar, yo me así de una gruesa columna y pensaba que era pasajero, pero que equivocado estuve, el movimiento trepidante me hizo entender que este no era un simple seísmo; los 4 pequeños y los 4 mayores nos abrazamos formando un haz que más que humano fue divino con la defensa de Dios.

El fenómeno terrestre nos arrancaba de nuestro sitio, todo se oscureció, una lluvia de ladrillos de la parte superior de la casa se convirtió  en letales proyectiles, oíamos fuertes sonidos y ayes doloridos. De pronto, en nuestro entorno escuchamos un estruendo ensordecedor y una nube de polvo y arcilla nos nubló totalmente. Nuestras fuerzas parecían decaer y pensamos que hasta allí llegaban nuestros días. 

Esa noche amanecimos en la calle, era el alba del domingo y auscultamos el escenario antes descrito: una losa de 60 toneladas de peso se desprendió y desplazó de su base. Transidos por la catástrofe vivida recién entendimos de la que nos habíamos salvado, abracé  a mis nietos y viendo al cielo supe que sí hay un Dios.
Recorrí la ciudad y horrorizado observaba que todo estaba devastado; por donde miraba sólo se veía destrucción y muerte. La gente no hablaba, no saludaba, parecían zombis;  absortos oteaban el desastre. Yo estaba traumado, me parecía algo increíble que estuviera vivo; no sabía por dónde ir. Las casas y edificios que a diario veíamos, que crecieron con nosotros, yacían en ruinas por doquier. Llegué a mi parque Cayambe, mi abrigo solariego, el escenario era igual de horrendo; no pude más y rompí a llorar; alzaba mis ojos y me preguntaba por qué, mi lindo Portoviejo, mi ciudad natal, cuna de mis ancestros y de mis sucesoras, estaba en ruinas. Esta urbe, que es mi orgullo por su historia llena  de gloria, que me ufano de ella por su estirpe de  arrabal, ya no era la misma; mi ciudad ya no es mi lindo Portoviejo. 
Plañidero y triste llegué al templo la Merced, en sus umbrales, como tétricos rastros, estaban los charcos de sangre de dos fieles que perecieron ante lo violento del desastre. Hincado ante la cruz del Redentor, le dije: Señor estoy llorando porque me diste a mí y a los míos una nueva oportunidad de vivir, estoy llorando por  mi ciudad que ha sucumbido ante la fuerza destructora de la naturaleza, estoy llorando por José Pedro, Tania Elizabeth, Pepe Lucho y todos esos caídos en este  infortunio.
Alcé mis encharcados ojos, orando ante Él, Creador y fortaleza  nuestra: te ruego para que nos des a todos los hijos de mi ciudad, la fuerza y el ímpetu,  para como el Fénix levantar de estos escombros a Portoviejo y que sea más linda que aquel fatal sábado. Amén.    
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