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Nosotros lo vivimos
Nosotros lo vivimos
Por: Alfredo Saltos Guale

Sábado 23 Abril 2016 | 04:00

Será muy difícil olvidar el terremoto de Manabí. Ninguna descripción podrá equiparar la imborrable impresión que originó en quienes lo vivimos intensamente.


Habitábamos eventualmente en el piso segundo de un nuevo y aparentemente seguro edificio de ocho, frente a la playa El Murciélago, de Manta, cuando luego de un día abierto a la plenitud del sol, a las 18h58, se produjo un fuerte remezón de la tierra, de una duración aproximada de 45 segundos e intensidad mortal cuantificada en 7,8 grados.
Las recomendaciones para enfrentar estos eventos se vuelven inútiles, cuando las decisiones a adoptar no permiten dubitaciones, si de ellas depende la subsistencia de una hija con un embarazo de ocho meses, angustiada por el retorno de su esposo, de un nieto de sólo cinco años y de una esposa desesperada pugnando por abandonar la mole de hierro y cemento, que se bamboleaba como hoja al viento, emitiendo macabros sonidos de ruptura.
Se buscó protección bajo mesas, dintel de puertas, como manda el protocolo, mientras caían lámparas, televisores, cuadros y otros electrodomésticos, convertidos en filudos punzones. La salida se dio cuando cesó el movimiento, por escaleras con paredes abatidas, pisando vidrios con sangre de personas que salieron  en estampida.
Luego vino un episodio tétrico, no había lugares de protección frente a réplicas y probable derrumbe de construcciones cercanas colapsadas, todo esto magnificado con irresponsables informaciones de imaginarios tsunamis. 
Aquí surgió un primer gesto compasivo, cuando el hotel Oro Verde permitió pernoctar en su parqueadero a viajeros sin rumbo, en búsqueda de amparo de malandrines sin alma, que acechaban en estridentes motorizados.
Actitud bondadosa complementada con la provisión fluida de alimentos.
La claridad del día siguiente descarnó la magnitud del desastre, viviendas caídas o agobiadas, clínicas y hospitales abarrotados, lamentos desgarradores de esperanzados familiares pidiendo ayuda para extraer cadáveres o supervivientes, en un escenario de muerte y pavor. 
Fue conmovedor conocer el fallecimiento de amigos, en nuestra querida y ahora destruida Bahía, mientras que  la suerte de otros comprovincianos es desconocida, pues sus teléfonos han callado. 
El socorro a los damnificados mostró debilidades, como la falta de agua, alimentos, atención médica y equipos móviles de generación eléctrica. 
La magnitud de la tragedia atentó a la eficacia y dejará enseñanzas.
Pero lo sucedido con nosotros resultó minúsculo ante el sufrimiento sempiterno de quienes ya no tienen a sus seres más amados.

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