Hemos convertido el planeta en una selva de potestades. Sálvese el que pueda. Los ríos de violencia desprecian la sonrisa de un inocente. Cada día son más los ciudadanos que caminan con la tristeza como compañera.
Y no es por vicio. Las desigualdades son cada vez más patentes. El potencial de falsedades nos dejan sin aliento. Cuando se vive en la mentira permanente se disipa la alegría, porque no hay verdad que nos gobierne.
En la actualidad, nos asfixia el nivel de perversión dominador. No podemos más. Son tan descaradas sus redes que nos hemos dejado atrapar en sus miserias. Somos verdaderos esclavos de unas finanzas que nos devoran. Es el mayor obstáculo al crecimiento humano. Se estima que las naciones en desarrollo pierden entre veinte y cuarenta mil millones de dólares al año por este delito. Hemos llegado a tal degradación, tan acusada que resulta difícil salir ileso de este perverso mercado, donde todo producto, incluida la vida humana, tiene su precio.
Los hay que lo tienen todo y valen por ello una fortuna. Los hay que no tienen nada y valen por ello la exclusión. Aún hay más. Los hay que no tienen nada donde caerse vivos, y son catalogados por esta farsante sociedad del conocimiento, como productos de desecho. Sobran en todos los sitios.
Nadie los quiere. Ni para explotarlos. Son la basura entre la basura, aunque tengan corazón, y sean de los nuestros, de nuestra propia especie humana. ¿Cómo hemos podido llegar a este grado de perversión?
El mercado es el que selecciona, el que provoca la inclusión o no, el que elimina, el que traza un estilo de vida a su capricho e intereses. No se puede caer más bajo.
Lo más importante ahora, es despertar, para poder escuchar el drama de tantas vidas truncadas, los clamores de tantas existencias perdidas, la angustia de tantos seres humanos muertos de miedo.
Es la bochornosa realidad.