Él se hace llamar escritor, pero nunca ha leído un libro completo.

Está convencido de que no los necesita, que ha nacido con el talento suficiente para escribir antes que leer. Lo avalan los tres libracos que ha publicado. No se sonroja con las incoherencias de sus textos y sus frases sosas. Se aprendió de memoria unas cuantas palabras en el diccionario y va engañando a los incautos con su falsa erudición.

Él no aspira al premio Nobel de la Literatura, se conforma con que un parque o una calle lleven su nombre. Ésa será su inmortalidad. 
Él es amigo de un abogado que se comía la camisa en su profesión. Es de los que se dice que no sacan a un preso de la cárcel ni teniendo la llave. Al abogado siempre le gustó la política y se convirtió en dirigente barrial. Su aspiración era llegar a un cargo público y lo consiguió.  

El abogado se queja ante su amigo, el escritor, de que su jefe es un egoísta que quiere enriquecerse solo. Que no comparte con él las coimas ni el dinero de los contratos chuecos. El escritor lo consuela diciendo que el jefe no es más que un abyecto al que le descubrirán pronto su envilecimiento. El abogado mira a su amigo y le pide que hable en cristiano.