Conocí a Miguel en la década del ochenta del siglo pasado, con motivo de seminarios de literatura como parte de “La Flor de Septiembre”. A partir de esos encuentros seguí frecuentando su amistad y participé en uno de sus talleres de escritura. Durante tres años asistí de puntual a las jornadas de trabajo, en que fui descubriendo al gran crítico literario, al escritor, al culturólogo, al ensayista y al amigo, pero ante todo al maestro, exigente hasta la saciedad, que me enseñó a no conformarme con lo fácil, sino a buscar la excelencia en todo lo que realizara, a convertirme en una crítica de mi propia vida y en una lectora incansable.
Aprendí a ver la literatura desde otra tesitura, no la de colegios o universidades, sino esa que te invita a conocer más allá de lo que está escrito, a indagar en la génesis del texto, saber que cada cosa que escribimos es hija del pasado, del presente y de lo que está por venir, que la escritura se cocina con todo lo que nos entra por los sentidos y que a veces la realidad es más fantástica que la ficción.