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Tradiciones.
El tigre y el verraco

“El tiempo ha pasado, pero la marca quedó impregnada en la mente de todos los que vivieron aquel trágico día.

Jueves 26 Marzo 2015 | 04:00

Sería mentiroso si dijéramos que aquella pena o dolor no nos dejó cicatrices muy profundas en nuestras mentes y corazones. Todo comenzó así: No era la primera vez que el verraco con que contaba la piara se escapaba de la chanchera, pues este era un animal colosal, su fortaleza daba para abastecer a todas las chanchas; con tan grandes colmillos que sobresalían del hocico, nadie se atrevía a cogerlo, tenía un dominio de la manada. Ya por la tarde, él siempre regresaba, y saltando ingresaba a la chanchera.
En la casa había dos muchachos hijos del dueño, se dedicaban a los quehaceres del campo; muchachos juguetones, desde temprano sabían qué hacer, ese era su mundo, ayudar en cualquier cosa que hacía falta.
Si mal no recuerdo, Joselo tenía doce años y Juan, diez; Joselo, el más jovencito, llevaba a su hermano menor a todas partes, siempre andaban juntos. Arreando vacas o abasteciendo de agua a la casa, pero por la tarde en el río a los dos se los encontraba.
El río estaba muy cerca de la casa, en la orilla estaban colocadas piedras donde las mujeres lavaban y a un lado la poza donde los muchachos se bañaban, siempre con cuidado, pues en esos días todavía los tigres rondaban. Así era la vida de estos hermanos, qué lindos días aquellos.
Cierta ocasión el verraco, como era costumbre, se había salido del chiquero; de lejos se lo escuchaba que por el río andaba revolcándose en el lodo.
En la casa la gente estaba, porque no a lo lejos el bramido del tigre se escuchaba. El verraco y el tigre estaban peleando en el río, que desde lejos oía cómo estos animales balbuceaban. Como siempre comedidos, los dos hermanos se fueron hasta el río, Juan con la escopeta en mano y Joselo con un machete para ayudar al verraco de las garras del tigre.
Joselo le recomienda a su hermano menor que vaya detrás de él, con la escopeta lista y rastrillada, por si el tigre los atacaba, él iría con el machete. Bajaban ya el barranco del río, cuando divisaban cómo el tigre estaba bañado en sangre al igual que el verraco, veían en ambos animales la fiereza de la batalla por sus cuerpos ensangrentados.
Joselo, viendo al tigre tan cerca de ellos, se vuelve hacia atrás para coger la escopeta que llevaba su hermano y dispararle; en ese momento, se escucha un disparo. El tigre, escuchando el estruendo salió corriendo medio moribundo, el verraco botando sangre por todo su cuerpo se alejó del río y fue lentamente caminando hasta el chiquero.
Pero Joselo caía muerto, a su hermano Juan se le había escapado el tiro, el estómago de Joselo era un estrago.
Dejando agonizando a su hermano, corrió hasta la casa, la gente pensó que el tigre había muerto con el disparo, pero para sorpresa de su familia, Juan anunciaba una desgracia cuando llegaron hasta el barranco del río y contemplaron un cadáver.
El dolor, los gritos desesperados de toda la familia eran penosos y desesperantes, a poca distancia un niño apenas de diez años no comprendía lo que pasaba, viendo a su hermano inerte, y cómo lo cogía su padre entre sus brazos llevándolo hasta la casa.
Nadie tenía tiempo de ver, peor atender al verraco, que quizá tratando de proteger a su piara y a sus amos, se había enfrentado a muerte con el tigre; para él, en ese momento, no había tiempo. El verraco de montaraza, como pretendiendo ocultar su dolor, se alejó de la manada y se fue a morir lejos y en silencio.
Los días y los meses pasaron, Juan seguía deambulando y recorriendo los mismos senderos que con su hermano lo hacían, marcado de por vida. Siempre se lo encontraba cerca del río, al pasar el tiempo se enteraron que ese mismo día al tigre lo habían encontrado muerto muy lejos del río”.
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