La aurora rasgaba las tinieblas de una noche que no tuvo relojes para detener la voz y la armonía de una guitarra ebria que evadía los guiños de la muerte. “La Casa de Fernando”, estaba de fiesta, luces de diciembre, guirnaldas de colores y una voz sutil con arpegios musicales cantaba esa vieja melodía que recorría un montón de años compartidos entre tertulias y bohemias, es que era la última jornada del maestro, artista, soñador y quijotesco que creció convencido de que cantar era la más perfecta filosofía del vivir. Así, conocí a Fernando Flores de Valgaz Loor, un caminante que construyó su propio sendero desde diversos escenarios, que pudo interpretar las más sentidas necesidades del alma, que entendió la maravillosa sensación de ser como aquellos mecenas que protegen la continuidad de saberes; por eso fue incansable en la enseñanza, no midió el horizonte de sus ansias, fue promotor de proyectos y estaciones con lo que quiso perennizar sus sueños.