En estas circunstancias emerge un hombre venido de la academia con pergaminos intachables, una memoria sorprendente y preparado para hacer los cambios necesarios y remediar el desprestigio y la desidia, de un país ingobernable, corrupto y corruptor. Este hombre, que desde niño se preparó para ser presidente con una fe de justicia y un inquebrantable amor por el prójimo, se cobija en su fe cristiana, para curar ese mal y trata de imponer la doctrina social de la Iglesia católica basada en el evangelio de la cual es un ferviente devoto. Es el líder esperado, el que sin miedo se enfrenta y confronta al establecimiento bochornoso y maloliente, que por avaricia y en procura de su propio peculio le metieron las manos en el bolsillo del pueblo y del erario nacional para dejarlo en las ruinas y sin infraestructuras.
Posiblemente, enviado por el espíritu del bien, surge este líder
bienintencionado, humanista, con todos las virtudes y defectos de un ser de carne y hueso, de esos que aparecen cada centuria, trata de llevar al país con su revolución ciudadana a un cambio radical y significativo, no visto desde los tiempos de la otra revolución, la Liberal, la Alfarista, que hace más de un siglo modificó fundamentalmente el país logrando los cambios perennes y significativos para el bien común.
Este nuevo líder, al igual que el anterior, por las complejidades propias de la política, la incomprensión, el egoísmo y la envidia, lucha contra viento y marea para cumplir con la meta deseada: la transformación del Estado con la innovación y mecanismos de transparencia en la gestión pública y una infraestructura en muchas áreas abandonadas por los gobiernos anteriores, apuntalados a la política del empuñe para todos, llamada partidocracia.