Será porque hace años -cuando visité La Habana- tuve la sensación de desconfianza y secretismo en las expresiones de quienes entrevistaba, que lo mismo se repitió esta vez en las varias conversaciones que mantuve en mi breve visita a la capital venezolana, especialmente en mi ascenso en el teleférico al paseo del cerro El Ávila, desde donde se divisa la inmensa ciudad que por todo lado muestra publicidad a Chávez, incluida el área de los monumentos a los libertadores, sito en zonas militares.
El caso es que una cosa es lo que dicen públicamente y diferente otra, la que el ciudadano expresa en privado, a solas, y luego de asegurarse quien es uno, especialmente que es extranjero y sin contactos internos con el gobierno de ese país.
No fue positiva la actitud de las personas, sino de aprehensión y duda ante el presente y futuro, y de curiosidad al saber que soy ecuatoriano, y peor al advertir que portaba unos cuantos billetes dólares, contantes y sonantes, cuya circulación no es permitida en esa sociedad, por lo que existe -entre otros- un mercado más que negro respecto de esa moneda, aunque de varias formas, comentaron, solapado por autoridades de turno en su beneficio personal; advertí así y también por otras razones, la existencia de una galopante y perjudicial corrupción social.
En este breve periplo no vi obras de relevancia, siendo eso si notable el descontrol del tránsito y el deterioro de instalaciones en general, aunque en el centro comercial que visité no advertí escasez de ninguna de las pocas cosas por las que pregunté, aunque sí supe la de las medicinas. Recalco la abundancia de propaganda política y controles militares, quizás para contrarrestar la ya famosa delincuencia común de la ciudad, con la que afortunadamente no me topé. Dejé Caracas, diría, como lo hice hace unos veinte años, tal cuando la conocí, solo que ahora con un cúmulo de interrogantes que intento despejar…