Invitado por la extensión universitaria de la Uleam y mi inolvidable exalumna Eneida Loor, en dos o tres oportunidades tuve que trasladarme a El Carmen y permanecer allí un par de semanas.
Ocasiones propicias, ambas, para ejercitar la intensa afectividad de que son capaces los manabitas del norte provincial. No olvidemos que los carmenses, como los de Flavio Alfaro, no son sino choneros que debido a la fragmentación cantonal, lucen en sus cédulas otro gentilicio. Obligado a alimentarme en algunos de los muchos comedores que jalonan la calle principal –en realidad la carretera a Quito junto a la cual se desarrolló la población- no era difícil encontrarse con un conocido o trabar conversa con otros comensales, gentes locales o de paso.
Pero por más interesante que fuera la charla, nunca dejaba de asombrarme con el paso de los motociclistas, que en El Carmen se comportan con hábitos supersónicos. Casi en su totalidad, allí las motos no corren: ¡vuelan!, como si en vez de combustible común llenaran los tanques con gasolina de aviación. Y esto no ocurre sólo en el casco urbano; también en parroquias, recintos y caminos rurales, esos caballitos de acero, que suman decenas y están por todas partes, se desplazan rugiendo temerariamente y al galope tendido, como si sus dueños no los hubieran comprado para movilizarse, sino con propósitos de autoexterminio.