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Una mujer cuenta el día que decidió terminar con la violencia que sufría

El golpe en la puerta hizo que Susan casi se caiga de la cama por el susto. Ella sabía que era su esposo. Cada fin de semana, Héctor salía a “desestresarse” después del trabajo.

Viernes 16 Agosto 2013 | 09:38

Juan Carlos, su hijo mayor de 11 años, preguntó quién era, “yo”, respondió Héctor. 

El padre entró tratando de no caerse por lo ebrio que estaba. Empezó a gritar: “Susan, Susan”. La historia de siempre. Héctor tenía hambre. Quería que su mujer le sirviera la comida como cada noche cuando llegaba de sus maratónicas jornadas de alcohol.  
Esa noche ella estaba más nerviosa de lo normal, presentía ya lo que se venía. Justo cuando iba a servir la comida se le cayó el plato. La mirada fulminante de su esposo la hizo estremecer. Cuando iba a esquivar la mirada poniéndose de espaldas sintió que su cabello era templado hacia atrás y cayó al piso. Héctor, el hombre inofensivo cuando está sobrio, se transformaba con el alcohol. Ella se levantó y él le dio un puñete en el rostro. 
Su hijo, Juan Carlos, fue testigo de esa escena y solo en el rincón lloraba. Su hermano más pequeño dormía. 
Héctor era indiferente. Caminó tambaleándose hasta el baño porque se iba a dar una ducha. Ese no era el hombre del que se había enamorado. El hombre dulce y detallista. Susan se levantó, tranquilizó a su hijo y decidió hacer lo que  había pensado.
Corrió hasta el teléfono y  marcó un número celular que tenía memorizado. Llamó a un policía que había conocido cuando fue a denunciar a su esposo por haberla golpeado hace algunos meses. 
Ella le contó lo que había pasado. “Venga, venga”, dijo Susan desesperada cuando vio que Héctor ya se había acercado a arrancar el cable del teléfono convencional.   
Susan con sus ojos desorbitados y temiendo lo peor lloraba, gritaba, maldecía, pero desde dentro sus cuerdas vocales no emitían sonidos, solamente el dolor estaba tatuado en su rostro. Y el niño como testigo decía: “No, no, no papi ya no le pegues a mi mami”. Héctor se calmó. Y de inmediato afuera de la casa se escuchó una sirena. Era la Policía. Sonaba tan fuerte que el agresor salió a recibirlos esperando convencerlos que no pasaba nada, que era una discusión sin mayor importancia entre pareja, pero los policías decidieron entrar. 
Susan con el rostro golpeado gritó, lloró y pedía ayuda.  Quería justicia. 
Ese fue el último día que vio cerca a su esposo. Él pasó algunos días en la cárcel. 
Hay cicatrices que no se borran, dice Susan. Es más, a veces no le gusta escuchar nudillos sonando detrás de las puertas. Se acuerda de él, se acuerda de aquella noche. Ella ahora está trabajando en lo que le apasiona, en lo que ama, dice, en lo que se preparó a pesar de los impedimentos. Vive sola con sus hijos, hace además lo que le gusta en sus ratos libres: pinta y está orgullosa de haber podido denunciar a un agresor. Él quiere volver, afirma que está arrepentido. Que la ama. Ella vive ahora una nueva historia. Él no tiene nada que hacer en ella.  
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