Los “neo” populistas latinoamericanos incurren en una falta de visión dialéctica al juzgar la política de nuestras sociedades.
En el caso del Paraguay, pasaron por alto que el acto de gobernar tiene como finalidad consolidar las fuerzas que sostienen el gobierno, que los gobernantes no pueden dividir los sectores en que se basan; ni mucho menos, ejecutar acciones de distracción que le atraigan nuevos enemigos. Lugo, sin partido que lo respaldara, descuidó la alianza que lo sostenía. Y en vez de hacer reformas se dedicó a promover de alguna forma acciones que, desde la base, parecían destinadas a obligar a la derecha, dándole al gobierno fuerzas que no se merecía. El estímulo para efectuar invasiones de tierras desde el gobierno –con lo que alimentó a la oposición, que sintió que perdía control– a la larga debilitó al régimen, que terminó asustando a los partidos políticos que defienden la continuidad institucional. La salida era lógica e inevitable. Con una constitución draconiana como la paraguaya, la sucesión presidencial es expedita. Y los diputados y senadores se aprovecharon para deshacerse de un hombre “peligroso” que podía utilizar la movilización de las masas para interrumpir el proceso electoral. Lugo no tenía nada que perder; apostó en forma exagerada. Y perdió. Lo que parecía al principio que lo salvaría del juicio histórico era su respeto por las instituciones y la sumisión a la ley. Pero un poco después, posiblemente animado por Chávez, se encamina por el incómodo camino de la revuelta, creando un gobierno paralelo y animando a sus partidarios para que salgan a las calles. CNN está feliz por el festín, Lugo escoge el camino del político arrabalero. Y pasa por alto la nobleza de sus compromisos como pastor de sus hermanos. En vez de paz terminará incitando a la violencia como lo hiciera Zelaya. Nada más que el expresidente hondureño no sabe el Padre Nuestro. Y Lugo, para algunos, todavía sigue siendo “su padre”. No solo de niños dispersos.