Arrastrando la mala costumbre que aprendió en El origen, el director Christopher Nolan presenta la conclusión de Batman con una serie de explicaciones a prueba de tontos, haciendo que los diálogos se sientan obligatorios, como si los personajes estuviesen conscientes de vivir dentro de una farsa que nosotros debemos tragar. Así nos enteramos de que Bruno Díaz y Batman han estado ocho años fuera de circulación (¿nadie sospechó?, ¿en serio?), de que en la memoria colectiva el vigilante es un delincuente en fuga permanente y el millonario un excéntrico desequilibrado. Ahí está lo mejor de la historia: la máscara acabó con el hombre detrás de ella y le quitó la posibilidad de una vida normal. Con eso teníamos bastante, pero al parecer no lo suficiente.
Desde la introducción de Bane, que bien podría estar al comienzo de una cinta marca 007, sabemos que este villano no tendrá el mismo carisma que el Guasón de Heath Ledger y resulta difícil, muy difícil, relacionarse con él. Además, el regreso de Batman se da más bien pronto, como si ese trauma planteado en un principio se disolviera ante la primera señal de peligro. Así de pronto sucede todo lo demás: la gran estafa, la pelea, la espalda rota, la anarquía instantánea que se toma Ciudad Gótica, el ascenso. Raro que una película que dura dos horas y media parezca apurada por terminar, hubiese hecho lo que Harry Potter, dedicarle dos cintas a la última entrega, los fans lo habríamos soportado con gusto.
Queda claro que todo se construyó pensado en reventar hacia el final. La batalla campal en las calles góticas es épica y el momento en el que Batman decide sacrificarse, volando sobre el océano con una bomba nuclear a cuestas, es quizás el más heroico jamás visto en una película de superhéroes. Si tan sólo su muerte hubiese sido verdadera… La profecía vuelve a cumplirse: la segunda parte es lo mejor de una trilogía. <