Lo he dicho varias veces: estoy dispuesto a ver cualquier cosa –no exagero, cualquier cosa– en la que salga Robert Downey Jr. Por eso vi la primera parte de Sherlock Holmes a sabiendas de que Guy Ritchie, el director, mantiene con nosotros una deuda que no hace sino sumar intereses con el pasar de los años y las películas, por eso acabo de ver la segunda y por eso mismo veré la tercera, porque disfruto de su compañía, porque una parte de mí quisiera ser Robert Downey Jr. aunque sepa que jamás lo será. Lo demás es cine o, en este caso, una montaña rusa cuyos rieles están hechos con el metal digital y elástico de los efectos especiales.
Esta segunda parte tiene una ventaja sustancial si la comparamos con la primera, la presencia en pantalla de Jared Harris como el clásico Profesor James Moriarty, sin duda, uno de los grandes villanos que ha dado la literatura de detectives y que encuentra en Harris un representante a la altura de la reputación que lo precede. Las escenas de diálogo-confrontación entre Downey Jr. y Harris son lo mejor de la película, verdaderos duelos de ingenio, soberbia, violencia y conocimiento de modales británicos. Todo esto en la amable compañía del doctor Watson que, como siempre, cae en la trampa –en su adicción, para ser más sinceros– tendida por la amistad de Holmes, pues el detective sabe, y abusa al saberlo, que junto a él la vida de Watson valdrá mucho más que la pena, que Watson no puede estar satisfecho con el matrimonio que contrae con la hermosa Mary (una encantadora Kelly Reilly), que debe ser su testigo principal, el que lo salve de sí mismo mientras haya forma y el que deje constancia. <