Actualizado hace: 931 días 31 minutos
Juan Carlos Morales
Madrastras del Camino

En la década de los 70, el abuelo me llevó a un viaje terrorífico: la carretera de Duendes, en el Carchi. No era su intención, pero la única vía que conectaba a Bolívar pasaba por esa cañada donde, frecuentemente, los destartalados autobuses terminaban al fondo del río.

Viernes 21 Enero 2011 | 00:00

Después vendrían las mingas y ahora se habla de la futura autovía a Rumichaca, de seis carriles.
La otra experiencia alucinante fue, por la misma época, junto con mis familiares, en la ruta al Puyo. Antes de emprender el recorrido, por una estrecha senda al lado del río, fuimos a visitar en Baños los cuadros pintados en agradecimiento a la Virgen de Agua Santa por los favores recibidos: muchos de los coloridos lienzos se referían a una mano prodigiosa que salvó al devoto de las chatarras retorcidas, de esos buses que tenían ventanas de madera.
Ese es el drama del último accidente navideño ocasionado por Reina del Camino, con un saldo de 37 muertos: mientras las carreteras del país son del siglo XXI algunas cooperativas aún se mueven a mediados del siglo XX, como si fueran carromatos indolentes en un país que ya ha derramado demasiada sangre y que si no actuamos nos volveremos cómplices. Este choque de velocidades y de tiempos -para utilizar una metáfora de Alvin Toffler- ha producido 105 muertos, en menos de cuatro meses (tres veces más que la guerra del Cenepa).
El bus 57, de Reina del Camino, tenía fallas en el sistema de cambio de marchas, llevaba 83 pasajeros, el doble de lo permitido, el chofer no tenía licencia (la licencia había sido prestada por Darwin Meza Saldarriaga, que para variar el documento debía haber sido suspendido por la Función Judicial, pues tenía 24 puntos menos), viajaba –además de la gente apiñada- con 55 bultos, lo que da un peso de 7,1 toneladas, cuando tenía una capacidad de carga de 3,5. Y como si fuera poco, seguramente su chasis no cumplía los estándares internacionales por lo que al momento del percance muchos de los viajeros perecieron en esos cajones de la muerte.
¿Quién les dirá a los familiares, especialmente de San Isidro, que las muertes de sus seres queridos pudieron haberse evitado? ¿Lo dirán los cínicos y poderosos gremios de choferes? ¿Lo harán los asambleístas arrinconados ante el costo político? ¿Lo percibirán las autoridades de control ante el clamor de un país que no quiere estar anclado en el pasado? ¿Lo dirán algunos medios que ahondan en la crónica roja sin ofrecer soluciones? ¿Lo harán quienes construyen los ataúdes de fierro, que algunos llaman autobuses?
Mientras usted lee estas líneas, uno más de los 43 accidentes diarios acaba de ocurrir. El cambio debe ser drástico y eso pasa por la no impunidad y la suspensión de otras Madrastras del Camino. El Ecuador no puede permitirse el lujo de ofrendar más sangre en las vías, aun cuando los choferes tengan colgado el típico letrero: Jesús es mi copiloto.

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