“Si esta tragedia de Arizona ayuda a traer moderación al debate político, recordemos que solamente un debate público más honesto y moderado puede ayudarnos a enfrentar nuestros desafíos como nación...”.
Son palabras del presidente de Estados Unidos, Barak Obama, durante la ceremonia de este jueves en homenaje a las víctimas del criminal atentado del pasado sábado 8 en Tucson, Arizona.
Esa mañana, un fanático enloquecido disparó contra un grupo de ciudadanos reunidos en las afueras de un supermercado.
Ellos, estadounidenses, ejercían su derecho a reunirse de manera pacífica y expresar libremente su opinión en torno al problema de la creciente xenofobia y la persecución a los inmigrantes sin documentos.
Seis muertos y 14 heridos quedaron luego de la balacera. Murieron una niña, un juez, una costurera, un albañil, una ama de casa y un voluntario.
En terapia intensiva se encuentra la congresista demócrata Gabrielle Giffords y bajo extremo cuidado médico los otros 13 heridos. ¿Fue casualidad que el hecho ocurriera en Arizona? No, por supuesto que no.
La periodista María León, de la agencia española de noticias (EFE), afirma que “la masacre destapa la situación que vive un estado fronterizo donde activistas y políticos viven amenazados por sus posturas sobre el control de armas o la reforma migratoria”.
Creer que el crimen fue producto de una mente enferma sería ingenuo. El juez asesinado, John Rol, apoyó en el 2009 una demanda de 16 inmigrantes indocumentados y desde entonces recibía amenazas de muerte.
Giffords fue víctima de ataques del movimiento ultraderechista Tea Party, cuya líder es la ex candidata vicepresidencial Sarah Palin.
Palin puso el nombre de Giffords en una lista de "blancos". En Arizona se convierte en “objetivo militar” quien haga público su rechazo a la venta libre de armas o a la explotación y maltrato a los inmigrantes.
La masacre de Tucson es resultado de la polarización y la dureza del discurso ideológico contra quienes discrepan.
Tragedias como estas no pueden ser ajenas a ningún ciudadano del mundo, pero, sobre todo, a nadie que aspire a vivir en paz.
Un país se vuelve peligroso cuando existe miedo a deliberar o plantear alternativas a lo que la mayoría cree. Como consecuencia de la sordera social y política se evapora el sentido de lo plural, se vuelve inútil escuchar al otro, desaparece la solidaridad. El informe Mockus, que muestra los niveles de intolerancia y agresividad en Quito, o los crecientes índices de sicariato en Manabí, Los Ríos y Guayas dejan entrever que estamos a puertas de que se generalice la resolución armada de los conflictos.
Reflexionemos. Los entornos políticos con lenguaje violento son incubadoras de odio.